lunes, 31 de mayo de 2010

Una guillotina, por el amor de Dios...

Tampoco estoy pidiendo tanto, carajo. Yo sólo quiero una guillotina, pequeñita, ahí en medio, puesta en la Plaza Fragela. Justo entre la facultad de medicina –impensable ponerlo en mayúscula oiga, ¡vaya agravio a las Facultades de Medicina de verdad de España!–, la Casa de Viudas y el Gran Teatro Falla. Encima les ofrezco una muerte digna. Gaditana como ella sola. A veinte pasos de la Caleta. Y no sólo no me dan las gracias, sino que no me dejan poner la guillotina. Así va el país, que quiere hacer uno un servicio social, por el bien común, desinteresado, y no le dejan.

Tampoco es ninguna barbaridad. A los franceses les funcionó que ni pintiparado el asunto. En serio. Ahora me vendrán algunos con que si Pedro, que te pasas un huevo, que te has hecho un jacobino de la hostia, que si matar está mal… Vale, vale. Lo que ustedes digan. Pero a los que están al otro lado de los Pirineos les funcionó. Sólo echen un vistazo, así rápido, tampoco se detengan mucho que se coge complejo. ¿Han visto? ¡Hasta políticos de verdad tienen allí! Además… tampoco ha cambiado el mundo tanto en doscientos años de nada. Total, los españoles siempre vamos tarde en todo. Esto ni se iba a notar en los libros de Historia. Y los derechos humanos aquí no cuentan. Hablamos de catedráticos y profesores de la UCA, no de personas.

A los que me dicen que no, que de guillotina nada, les pido solemnemente, atendiendo a lo anterior, que reconsideren el asunto. Lo mismo es que me estoy explicando mal. No estoy hablando ahora de ponerme a rapar al cero nobles, reyes, ricachuelos y políticos a mansalva. ¡En absoluto! Yo sólo quiero afeitar unos cuantos catedráticos. Algún que otro becario con plaza de profesor de los que allí pululan. De verdad, unos pocos. Lo justo para dar ejemplo. En serio, que la cosa en el puto manicomio gigante ese de ladrillos coloraos está fatal. Últimamente parece que están regalando los títulos de profesor. De hecho, el otro día estuve a punto de pasarme por el Decanato a ver si me daban uno a mí también. Menos mal que caí en la cuenta de que lo mismo hasta me lo daban y no fui. Y ya a cualquier retrasado mental con pedigrí le hacen Doctor por la UCA. Cómo estará la cosa, que me ha contado mi padre que el otro día doctoraron a un amigo suyo... ¡Y el tío había hecho una tesis y todo! Claro, allí la gente perdida, que no había visto una en su vida. Y los que sí, descojonándose en su puta cara. Que eres tonto picha. Un pedazo de primo. El tío se lo toma en serio y coge y se doctora en Cádiz. Con una Universidad de verdad a cien kilómetros, en Sevilla mismo.

Hacen falta soluciones urgentes. El nivel de putrefacción interna está alcanzando límites apoteósicos, imposibles de disimular. Esa facultad está empezando a convertirse en el cliente que ninguna puta quiere tirarse. Y el burdel es enorme, se lo aseguro. Pero la peste que destila no la soportan ya ni las ratas. Ni siquiera esas que están ahí dentro, las que van con cartera y con bata. De lo único que aprendemos algo ahí dentro es de la digestión. Cum laude en escatología: en lo único que es puntera esa chatarreria con aires de Facultad es en mierda. Pero de verdad, que eso se arregla con dos cuchillazos rápidos. Y la sangre la limpio yo. Y en dos días se acaban los enchufes vergonzosos, el nepotismo, los apellidos repetidos, la inutilidad inherente a esa facultad, el mafiazo que hay allí metido, los sueldos por tocarse los cojones, los subnormales dando clases de temas que desconocen, la poquísima vergüenza, las sempiternas ansias homicidas y el salir de la carrera sin tener ni puta idea de nada. Ya verán que haciendo eso, en dos años ya no somos los últimos del MIR. Ziiuumm, ziiummm... Solidario, gozoso y terapéutico. Lo mismo hasta eyaculo espontáneamente, viendo el espectáculo. Lo dicho. Una guillotina, cuatro o cinco cabezas, y problema resuelto. Cerveza fría para todos, música en directo, bailes populares. Una fiesta.




PD: Y encima me llevo la cámara de fotos y me sale una entrega de "Patos arreglando el mundo".

PPD: Me enfadao.

jueves, 27 de mayo de 2010

Pa poner un título que no me guste, no pongo na

Madre, en tus ojos
no me reconozco,
quizás porque padre
ve con ojos de otro.
Que igual respiro
junto a bravos hijos
de madres de todos,
que igual suspiro
con esos desaires
del honor al oro.
Que la llama baila
bajo lluvia fría
y si baila, todavía,
caiga quien caiga
y ría quien ría,
baila pues no le queda
más tren para su vía.


P.D: Pues eso.

"Si Dios levantara la cabeza..."

miércoles, 26 de mayo de 2010

Repaso de actualidad


















PD: ¿Para qué decir lo que otros mejores ya han dicho?

martes, 25 de mayo de 2010

Rosell tiene atado a Fábregas

Aquí la noticia.
Y aquí tenéis una pequeña interpretación libre que mi mente enferma hace del titular:



P.D: Como decía Anthony Blake: "No le deis más vueltas, no tiene sentido".

"Transgresor es el que quiere, revolucionario es el transgresor con amigos sin personalidad."

domingo, 23 de mayo de 2010

Las piedras de la Historia (cap. 5)

Algo había que beber. Aunque no nos decidíamos. No había manera. Curro, Ale y yo estábamos frente al expositor de bebidas de un pequeño supermercado de la calle Athinas, no muy surtido, sin atrevernos a escoger. Serían las ocho de la tarde de nuestro segundo día de viaje, y nos esperaba una larga e incierta noche en lo que sería el primer tren nocturno del viaje hacia Kalambaka, con trasbordo de una hora incluido en algún lugar de Grecia, y había que coger provisiones. Ya habíamos escogido un buen puñado de sanas galletas industriales y otros azúcares refinados e hipercalóricos, pero nos hacía falta algo de alcohol para afrontar la espera.
Había un montón de botellas indefinidas que parecían ser ron, whisky, vodka y cosas así. Pero que también podrían no serlo. Además de ouzo. El ouzo es un licor típico griego que puedes encontrar en las tiendas de souvenir en vistosas botellas, y en las tiendas de barrio, de mejor calidad, por un tercio de ese precio. Sin embargo, ya lo habíamos probado antes, y no nos entusiasmaba la idea. Sabe parecido al anís, aunque un poco más fuerte. Y a mí el anís no me gusta ni en Navidad. Es cierto que yo llevaba mi petaquita rellena de coñac lista para la ocasión, pero no había suficiente para todos. Y según se terciase la noche, ni para mí mismo. Al final, optamos por una botella de Cointreau, que era una de las pocas marcas que logramos identificar, y nos largamos.

El día había empezado bien. De hecho, empezó de la mejor manera posible: amaneció un sol claro y agradecido, y nosotros nos perdimos en el Plaka camino de la Acrópolis. Y esa es la única manera de conocer, o al menos intuir, una ciudad: perderse. El barrio de Plaka guarda las calles más mediterráneas y bohemias de la ciudad: callejuelas, recovecos, escaleras sin salida, ruinas esporádicas, macetas y plantas en las ventanas, paredes claras… Además de sus coloridas y bulliciosas calles principales. Si Atenas conserva aún un espíritu propio de ciudad, este, con toda certeza, reside en el Plaka. Y así estuvimos, dando vueltas alelados como carajotes a las nueve de la mañana, con el barrio prácticamente para nosotros, hasta que encontramos la entrada a la Acrópolis.
De Atenas se pueden decir muchas cosas malas. Pero con todos sus defectos y virtudes, Atenas es lo que es. Y lo que es, por encima de todas las cosas, es una ciudad vieja. Una ciudad con más de tres mil años de Historia abiertos en carne viva en forma de piedras y ruinas. Piedras que hacen obligatoria la visita a una ciudad tan contaminada y descuidada, y que encima hagan que merezca la pena.
Gratis por ser estudiantes (doce euros sin documento que lo acredite) entramos a las misma ruinas que la noche anterior contemplamos empapados y boquiabiertos desde el arco de Adriano bajo una tormenta de mil demonios, ahora con el sol filtrándose por las grietas de cada piedra tallada y cada roca. Las ruinas se encuentran desperdigadas en un gran espacio que, hace más de dos mil quinientos años, albergaba el epicentro cultural, social y religioso de la ciudad, y probablemente del mundo. Sus construcciones van ascendiendo por la ladera de la montaña hasta escalar un gran peñasco de piedra, sobre cuya cima se erige el Partenón y el resto de los grandes edificios, en la parte más alta de la ciudad. Que es precisamente lo que significa la palabra Acrópolis.
Desde el teatro de Dionisios, lo primero que nos encontramos al entrar en las ruinas, hasta las mastodónticas columnas del Propileos, que se convirtieron en las puertas de la Acrópolis, ascendimos por la loma antes de entrar en la explanada que se sitúa sobre el gran peñasco gris, en el que descansan los restos del Partenón, destrozados por nosotros mismos en una más de nuestras estúpidas guerras, el Erectión con sus seis caríatides y el resto de ruinas. Por supuesto, antes de irnos, Rafa, Ale y yo le hicimos una pequeña visita a los escasos restos que se conservan del templo de Asclepio, dios griego de la Medicina. A ver si nos pegaba algo.
Abajo, ya fuera de la Acrópolis y a su sombra, estaban los restos del templo de Zeus Olímpico y el Arco de Adriano. El día anterior, entre lo tarde que era y la lluvia que empezó a caer, no pudimos entrar al templo, así que aprovechamos y bajamos a ver sus gigantescas columnas. Y de ahí, al Estadio Olímpico (en el que Martín Fiz y Abel Antón entraron triunfantes en la maratón del Mundial de Atenas de 1997, dato que Curro se encargó de recordarnos unas trescientas o cuatrocientas veces y me ha obligado a dejar por escrito).Después de eso, lo que hicimos fue comer. Comer como cerdos. Con la misma ansia que usamos para meternos un atracón en la cena del día anterior, y el mismo gozo que gastamos los primeros días de viaje. Porque en Grecia hay dos cosas que no están al alcance de otros países: piedras históricas y una gastronomía de toma gyro y moja. Y es que allí se come de lujo. Lo cierto es que no pudimos probar muchas cosas, aparte de los sempiternos gyros y alguna ensalada. Pero creo que podría vivir a base de eso toda mi vida. De gyros, ensaladas, berenjenas rebozadas con su salsa de yogur, y olfateando por las calles. Conforme va llegando el medio día, las calles se inundan de olores de todo tipo: especias, sazonados, fritos, salsas, dulces… que hacen que uno empiece a paladear y salivar hasta rozar la deshidratación. Desde luego, pasear a al hora de comer por el Plaka es un espectáculo olfativo. Sea en un restaurante, o en cualquier puesto callejero, es muy fácil disfrutar la comida allí. Había un hombre con un carrito lleno de muchos tipos de frutos secos que yo no había visto en mi vida, expuestos para que la gente los cogiera ellos mismos. A veces los mejores museos se los encuentra uno en mitad de la calle, así que nos acercamos a curiosear y a meter las narices donde pudiéramos. Empezamos a charlar con el vendedor y nos dejó probar algunos. Mezclando inglés, español e italiano nos explicó qué era cada cosa y como lo hacía. Con mucha simpatía además, porque nos contó había vivido un tiempo en España y guardaba mucho cariño a los españoles, y además nos recomendó que visitáramos el Instituto Cervantes de Atenas, que estaba a vuelta de una esquina y era muy bonito. Evidentemente le compramos unas bolsitas de frutos secos. Yo me llevé una especie de plátanos fritos secos, más comunes pero que me llamaron mucho la atención, que montaron en mi boca ellos solos un espectáculo de luz y sonido.
Cuando salimos de la tienda ya era prácticamente noche cerrada, aunque aún no había cambiado el paisaje propio de la noche ateniense. Todavía no habían quitado los periódicos y revistas de los quioscos callejeros para cambiarlos por los expositores de pornografía salvaje, y la calle Athinas aún permanecía gris y bulliciosa, con las tiendas abiertas y todo su material expuesto en el exterior, acumulando polvo: maletas, radios, tazas de váteres, ropa… Excepto el mercado de la ciudad que ya habíamos dejado atrás –yo y mi afición a visitar los mercados locales por la mañana– todas las tiendas desprendían un aire de mercancía vieja acumulada y descuidada. Sólo los barrios más turísticos o más comerciales se libraban de aquella impresión generalizada de Atenas, además de unas pocas y genuinas plazas, como la del Ayuntamiento, en la que la visión de los olivos allí plantados intentando sobrevivir, respirando y gastando clorofila a duras penas entre la contaminación y el tráfico, le enternecía a uno el lado vegetal.
Íbamos ya de vuelta al albergue. Teníamos que recoger las mochilas y llegar a la estación de tren con tiempo para cenar algo, aunque íbamos bien de tiempo. Al llegar a la plaza Kotzia, nos topamos con una manifestación. No era la primera que veíamos desde que llegamos. Ya el primer día nos dimos con una comunista frente a la Academia, aunque aquella no tenía mucha pinta de ser ni comunista, ni muy izquierdista tampoco, precisamente. Parecía que estaba ya terminando, pues la gente se empezaba a marchar entre aplausos y los gritos de entusiasmo del señor que estaba sobre las tablas. Adelantamos a una familia que salía de la misma, con sus hijos pequeños y carrito de bebé incluido, todos ataviados con banderitas y pegatinas del partido en cuestión, que los niños agitaban felizmente. Al ver aquello, torcí el gesto. Y supongo que porque llevaba rumiando al personaje toda la tarde, me acordé de Sócrates.
La puesta de sol la habíamos visto en el cementerio del Keramikos, y las últimas horas de luz las pasamos deambulando en el barrio de Monastiraki, entre la catedral ortodoxa (la primera que veía en mi vida), las plazas y los mercadillos. Sin embargo, en lo que habíamos invertido la mayor parte del tiempo de aquella tarde fue en el Ágora.
Aquél era, junto a la Acrópolis y construida bajo la misma, el centro neurálgico de la vieja Atenas de los libros de Historia: la de Pericles, Platón, y tantos otros. Funcionaba como recinto sagrado, además de mercado y centro de gobierno, por lo que allí bullía la actividad social y política de la ciudad. Era la gran superficie de templos, colinas y edificios en la que los atenienses se reunían para discutir y organizar la política de la ciudad. En la que los sofistas y oradores prestigiosos inventaron la democracia y sus corruptelas y demagogias, y Platón los criticaba por ello. Es, también, el lugar donde condenaron a Sócrates, y donde este decidió morir y tomarse la cicuta, aceptando las leyes injustas de su patria, negándose a escapar de una cárcel cuyas puertas tenía abiertas.
Sobre todo aquello dio bastante tiempo a reflexionar allí mismo. El día amaneció claro y soleado, y sin una nube en el cielo llegó el ocaso. Pero en medio, sin saber exactamente cómo ni de dónde, nos volvió a caer un chaparrón de los gordos que volvió a dejarnos en bragas. Las primeras gotas nos pillaron ya entre aquellas ruinas, pero afortunadamente llegamos a tiempo de refugiarnos junto a varios turistas y algún perro en el inmenso pórtico columnado del único edificio reconstruido del recinto, la Stoa de Atalo.
No fue una lluvia fugaz, así que nos acomodamos como pudimos y esperamos a que pasase la tormenta. O más bien, como nos dejaron. Los seis nos desperdigamos en torno a una columna, Ale se puso a leer la guía que llevábamos de la ciudad, Chory a escuchar música, y Curro, Rafa, Robe y yo a jugar a las cartas. Hasta que vino una mujer a llamarnos la atención. A nosotros cuatro. Por viciosos, supongo. Resulta que, a juicio de la señora, que era la vigilante del recinto, estábamos en un recinto cultural, y por tanto sólo se podían hacer cosas culturales. Podíamos escuchar música, como Chory, o mejor aún, leer, como estaba haciendo Ale. Esa opción nos la repitió varias veces mientras lo señalaba, mirándonos con ojos de “¿Por qué no podéis ser como él?”. Lo que evidentemente no podíamos hacer, señaló, era estar recostados de cualquier manera sobre el suelo, como estaba yo. Por allí había un par de perros empapados, tumbados en el suelo y sin hacer nada cultural que no amonestaba, estuve a punto de objetarle a la señora. Pero sabía que aquello era una batalla perdida, así que no lo hice. Los perros gozan de impunidad en Atenas. La mujer se marchó y despertó a unos guiris que estaban durmiendo cerca de nosotros con el mismo pretexto, dejándonos en paz. Pero advertidos de que si incumplíamos las normas, nos íbamos a mojar muy culturalmente fuera, entre las ruinas.La Ministra de Cultura daba insistentes paseos por el pórtico vigilando que todo el mundo estuviese cultivando su alma como era debido, así que descartamos la opción de volver a sacar las cartas y echar una partidilla clandestina. A mí, sinceramente, aquello me tocó mucho los atributos, pero no me quedaba otra. Así que me dejé llevar por mis pensamientos y acabé recavando en Sócrates y todo aquello. Eso sí, esforzándome mucho en poner cara de estar pensando en algo profundamente insustancial, y bebiendo sorbitos de mi petaca de coñac cuando advertía que la tía me miraba. Simplemente por putear a la señora. Vale que estaba pensando en Sócrates, pero porque yo quería. Ojo.

viernes, 21 de mayo de 2010

Yo sigo sin cogerle el truco al mundo

ATENCIÓN AL DATO

O sea, que un hombre se junta con un amigo de la infancia para hacer un cortometraje absurdo en los años 70 y en el 2010 tiene que pagar casi 32 millones de pesetas por ello. Y todo porque resulta que eso es un delito contra los sentimientos religiosos.
A ver si me entero: un cortometraje en el que no se agravia ni menoscaba ningún credo es una afrenta contra el sentir de los cristianos; en cambio no les molesta que a veces exista el limbo, a veces no; que a veces exista el infierno, a veces no; que a veces se condenen las dictaduras, a veces no. Señores míos, carguen contra el que se ríe de sus inteligencias, el que los trata como imbéciles y el que ensucia (más) sus nombres.
Y, ya puestos, metan el doble rasero por el callejón de la peste, malditos.


P.D: Oye, Curro, si me comentas éste y no me comentas el de las fianzas que puse hace mil años, el siguiente pataleo breve versará sobre ti.

"¿Quieres hacer que lo que dices sea interesante? Pues busca bombillas, petardos y elevados sinónimos."

jueves, 20 de mayo de 2010

Revuelto nacido en la acracia

Hoy haremos una ración de Revuelto nacido en la acracia.


Ingredientes (dos personas):

-Digamos que 4 patatas no muy grandes (o lo grandes que quieras, no sé)
-Una cebolla (según su tamaño, claro)
-Dos huevos (o tres)
-Salchichas (o bacon)
-Champiñones (¿te sientan mal?, pues echa otra cosa)
-Chorizo (perfectamente sustituible por espárragos)
-Queso (en el formato que quieras, incluyendo el formato ausente)
-Aceite (si prefieres engrasar con mantequilla...)
-Perejil (o no)
-Sal (si no eres hipertenso) y pimienta (claro, que hay gente a la que no le gusta)


Preparación:

Pelamos las papas (si acaso) y las cortamos (como prefiramos). Las freímos (o cocemos).
Picamos o troceamos la cebolla y la refreímos. Antes de que se dore (o antes, o durante) le añadimos algún ingrediente. Después otro (o no). Y después nada (o sí).
Se salpimenta al gusto. Se echan las patatas a la sartén. Se baten los huevos y se añade, o se añaden y después se baten -y esto es en serio, ojo, que igual de bueno está un revuelto que unos huevos estrellados.
Al tema le pega echarle queso rallado, taquitos de queso semi-curado, tranchetes a cachitos... o nada.
Ah, el perejil lo podrías haber echado ya.
¡Si es que los puñeteros revueltos son anarquistas!

Resultado: todavía no me he comido dos revueltos iguales, así que los revueltos, lo que son los revueltos en sí, como idea, no sé si me gustan. Digo yo que ni mucho menos, ni todo lo contrario.

lunes, 17 de mayo de 2010

Limbo

La rutina, que pasada la hora se convertía en manía, daba su primera aparición esa mañana. Así era ella, llegaba espontánea, llegaba con previsibilidad o no llegaba. Aquel día había aparecido de la nada, de la coincidencia y de casi la voluntad de querer estar allí, junto a él. La rutina, quién lo diría, por primera vez como idea romántica, como auxiliar de creación.

Allá andaba él, entrando en ese preciso instante en el que su mesa quedaba libre. Al fondo, junto al aseo y ligada a una pequeña ventana, una claraboya que daba a entender los rayos de sol, pero sin llegar a molestar, sólo aumentando la iluminación de aquella oscura cafetería.

Y entonces comenzaba el ritual, whiskys y ceniceros, vasos y cigarros. En la mesa, su pequeño ordenador. De fondo, el ruido que tanto necesitaba, el de la cafetera sonando, el incesable tintineo de las cucharas golpeando con frecuencia aquellos vasos alargados de café. Las caras de siempre, los amigos mudos, siempre con él, sus presencias le hacen más duro. Cuando estaban allí, en sus asignados asientos, él nota que nada puede salir mal, que las palabras fluyen y que cuando levanta la cabeza no siente el empuje del tiempo, allí las horas son minutos, y los minutos segundos. Allí, escribiendo, es feliz.

Pero cuando aquel lugar, fuera por el motivo que fuese, se encontraba ocupado, aquel mundo de perfección se derrumbaba ipso facto. Fuera de los fauces de su mesa de madera maciza, de su silla gris de ancho respalda, no era capaz de librar esas agónicas batallas contra las páginas. No es que en el pasado no hubiese podido escribir, es que desde que probó aquel lugar sabía que algo había cambiado en él. Era como un matrimonio, una promesa de fidelidad, una relación de amor y entrega con su sitio, corresponder y ser correspondido. Y para él, fuera de aquel ficticio casamiento, la incompetencia. Su tristeza.

Por eso, cuando cerró la cafetería, no sólo murió un libro. Murieron unos personajes, murió una vida. En el camino, una historia de amor, como siempre. Unos personajes caracterizados, oscuridad y drogas, jazz y pobreza, humildad y prepotencia. Todo en nada. Lo peor, un final no sólo no publicado, sino no ocurrido. Almas fantásticas que se quedaron en medio, almas que nunca llegaron a existir porque no se escribieron, no se pensaron. Almas al azar del destino de su creador, con la tristeza de haber nacido y no haber muerto, sin tener su final redactado, paradas para la eternidad en el tiempo. Como el más triste de los libros, el que no acaba. Almas en el limbo.

viernes, 14 de mayo de 2010

Último desayuno en verde

El otro día fue un día especial. Y lo que lo hizo especial, en el fondo, es que aquél era un día totalmente normal. Yo llegué al hospital a la hora de costumbre, crucé la cafetería, me cambié en los vestuarios, me puse mis zuecos y mi pijama verde, y me fui a mis prácticas. Como cada lunes, martes y miércoles de este curso. Entonces, como siempre, me topé con algunos de mis mejores amigos de este puerco mundo universitario. Esta vez estaban desayunando, algo bastante habitual –tanto como que ellos estén allí, como que yo me los encuentre haciéndolo–. Y como cada día, los saludé y me senté a charlar con ellos. Cuando puedo, me pido para desayunar una ración de churros –porque en la cafetería de mi hospital hacen churros para desayunar, y eso mola una barbaridad– y nos ponemos a comer juntos mientras hacemos propio: nos ponemos al día, un poco de escarde, comentamos el Cuerpo de enfermería, dónde te toca, no veas cómo va esa, así no se viene al hospital, esto es de vergüenza, viste algo interesante ayer, estudiaste, no, yo tampoco, qué médico es mejor para firmar y escaquearse, cuál te enseña algo… Vamos, lo normal. Y así nos gusta formar nuestro propio cuadro costumbrista: nosotros encontrándonos en el hospital, con nuestras típicas conversaciones, vestidos con nuestros pijamas verdes. Aunque ese día no hubo churros, no había tiempo. Bueno, me voy. ¿Qué tienes hoy? Cirugía, ¿y vosotros? Oftamo. Uffff…. Qué coñazo. Pues sí, pero vamos, hoy es el último día. ¿Y qué tenéis la semana que viene? Nada, nos coincide con el descanso, así hemos terminado ya nuestras prácticas; hoy es nuestro último día del curso aquí. ¿Y tú? Que va, me quedan dos semanas de médica. En fin, eso, que nos vemos. Adiós cabrones. Adiós hijo de puta. Vamos, lo típico. Y esas son, al fin y al cabo, las pequeñas gotitas matinales de felicidad doméstica que salpican alegrando nuestra rutina.

Minutos más tarde, ya en el quirófano, mientras el cirujano hurgaba en el cuello de una persona en busca y captura de un nódulo tiroideo, pasando a escasos milímetros de alguna de las arterias más importantes del cuerpo, o de nervios que en caso de ser seccionados te dejan irreversiblemente mudo para el resto de tus días, yo andaba ya perdido, divagando entre mis pensamientos. Y acabé pensando que vaya hijos de puta esos mamones, que les habían concedido una Erasmus para el año que viene y me iba a tirar todo el curso sin verlos. Y a mí, por cierto, otra para las prácticas clínicas de sexto. Lo que son las cosas, ya no íbamos a coincidir más en el hospital en toda la carrera. Probablemente, nunca. Esto… espera, espera. ¿No íbamos a coincidir más en el hospital en la carrera? Oh, Dios… Un momento… ¡No íbamos a coincidir más en el hospital en toda la carrera! De hecho, probablemente, nunca.

Y es que las cosas son así, compadre. De repente, un día, te encuentras haciendo algo, y resulta que es la última vez que lo haces. Que nunca más, jamás, en toda tu vida, volverás a hacerlo. Quizás la vida consista en eso mismo. En ir marcando etapas, en ir quemando últimas veces. Porque siempre hay una última vez que haces absolutamente todas las cosas. Siempre habrá una última vez que desayunes en el hospital con tus amigos vestidos con el pijamita verde. Igual que habrá siempre una última vez que ves a todo el que conozcas, un último libro que leas, un último abrazo, un último beso, una última palabra, y un último pensamiento. Y lo máximo que podemos rogar es que al menos estemos conscientes para sentirlo.

Sinceramente, no sé que me sorprendió más de mí mismo aquella mañana. Si mi absoluta indiferencia por la cirugía y el cuello de aquella señora, o mi capacidad de llevar una estúpida anécdota hasta el plano de lo metafísico. Porque la verdad, lo de mis amigos no tiene mayor importancia real. De momento seguiré viéndoles en la facultad, desayunando con ellos en cualquier bar –español o italiano, me temo–, estudiando a su lado, escardándolos, apadrinándolos, tirando hamacas por la borda de un crucero y bebiendo hasta perder el sentido, cuando se tercie. Al menos, hasta la última vez que lo hagamos, claro. Pero seamos francos. En ese momento, fui consciente de que aquél había sido mi último desayuno en el hospital con esa caterva de descerebrados, uniformados con nuestros sempiternos pijamas verdes. Y qué quieren que les diga. Me dio penita. Y encima lo que más me dolió, me cago en la puta, es que esa mañana no me había dado tiempo a tomarme unos churros. Con lo que yo he sido con las costumbres. Hay que joderse.

miércoles, 12 de mayo de 2010

PATOS arreglando el mundo (1)

Y pongo un 1 entre paréntesis porque espero mucho de los demás PATOS.
Inauguro esta categoría en la que podremos ir colgando nuestros actos y escritos para hacer del mundo un lugar mejor.

Lo primero que aporto habla por sí solo. Es una nota que colgué junto al ascensor de mi bloque:

Señores perros del edificio:
Por la presente me dirijo a ustedes en amistoso y conciliador tono.
Verán, dado el desarrollo de los últimos acontecimientos, no me queda más que instarles a que eduquen a sus amos. Sé que ello va en contra del orden lógico de la Madre Naturaleza, pero confío en que sus rebeldes espíritus se solidaricen con las desventuras de un servidor.
No pido imposibles y quimeras. Me basta con que les quede claro que mi puerta y mi felpudo no son lugar para sus orines*.
Agradecido por su atención, les saluda afectuosamente el hombre del mocho y la cara de enfado.

Sevilla, 10-5-2010

_____
*"sus orines" de ustedes, no de ellos, faltaría más.


Arreglemos el mundo.


P.D: No le encuentro el pulso al pato.

"Cuando están vivos molestan y cuando están muertos huelen. No hay forma de quererlos."

lunes, 10 de mayo de 2010

"Manolo y la jauría" de A. P-R.

Me pregunta Manolo cómo lo hace uno. Cómo se sobrevive al zipizape público. De qué manera se endurecen la piel, los intestinos o el corazón cuando uno expone sus opiniones y se monta una pajarraca que le pone en riesgo el sosiego mental o la salud física. Manolo, que es lector viejo de esta página, me interroga sobre eso y me lo explica: tuvo la ocurrencia de enviar una carta a un periódico, opinando sobre el status de ciertos funcionarios públicos. Argumentaba en ella, tajante pero con respeto, sobre cómo algunos ciudadanos ven asegurado su puesto tras aprobar un examen, duro y de resultado merecido, en un momento determinado de su existencia. Y opinaba luego que no todos los funcionarios se tocan la barriga en horas laborables; pero que una parte del colectivo –pequeña, notoria y evidente– tiende a la indolencia operativa, a los asuntos propios, al café de las once y al bocadillo de la una. Expresada que estuvo esa opinión por escrito, pulsó Manolo el botón de enviar en su ordenata y se recostó en la silla, satisfecho por haber planteado, desde la humilde parcela de su vida, un poco de sentido común e higiene cívica. El infeliz.

Me brearon, cuenta. Me abrasaron vivo. Estaban ahí, acechando. Saltaron directos a mi yugular. Cuatrocientas y pico respuestas de Internet en veinticuatro horas: envidioso, malaje, te voy a rayar el coche, has ofendido a todos los funcionarios de España y el extranjero, tú no pagas mi sueldo, hijoputa, la subvención la va a tramitar tu padre, seguro que defraudas a Hacienda, vigila a tu mujer, cabrón, ya te pillaré en la ventanilla. Fascista. Respuestas demoledoras, construidas casi todas no sobre lo que Manolo dijo, sino sobre lo que los airados lectores creyeron entender que dijo. O sobre lo que a otros, que ni siquiera conocían la carta original, les dijeron que había dicho: Manolo insulta al gremio, pásalo. También hubo quienes desde el otro extremo quisieron apoyarlo, y terminaron por joderlo vivo: a los funcionarios habría que fusilarlos al amanecer, parásitos, vivís de mis impuestos, dejad de responder cartas en horario laboral y dedicaos a traspapelar expedientes, que es lo vuestro. Fascistas. Y todos, unos y otros, entre espumarajos de rabia, con saña homicida y con Manolo en medio, acojonado. Buscando un agujero donde meterse. España y su viva estampa, dicho en corto, escarbando en la eterna guerra civil que llevamos en el tuétano: conmigo o contra mí. Tampoco faltó el lince astuto que disparaba a ambos frentes y adivinó las verdaderas intenciones de Manolo: agente doble, provocador de mierda, levantas cortinas de humo como ese nazi, Goebbels. Etcétera.

Ahora, en el bar de Lola, Manolo se acoda en la barra, pide una caña con las orejas gachas, y solicita absolución, consuelo –el escote espléndido de Lola ayuda un poco– y consejo. ¿Cómo hago para tratarme la úlcera que esto me ha provocado?, me pregunta. ¿Cómo haces, colega, para sacar a relucir cada semana el colmillo sangriento y luego dormir a pierna suelta, bajo la lluvia de interpretaciones sesgadas que te caen encima? ¿Cómo sobreponerse a esa radiografía de control aeroportuario y mala leche? ¿Cómo soportar la impudicia de quienes pretenden, aún con más arrogancia que la tuya, descubrir y denunciar tus intenciones, astucias, bajos fondos, ideas, prioridades, color político, basándose en lo que sus ojos miopes y sectarios creen haber leído? Mi agonía, amigo, es mayor cuando compruebo que mi exposición en la picota no sirve para nada. Yo sigo pensando lo mismo. Quienes creyeron detectar mis perversas ideas siguen pensando lo mismo. Quienes insultaron a todo el cuerpo funcionarial siguen pensando lo mismo. Y el lince que me comparó con Goebbels sigue pensando lo mismo. Mi carta sólo agitó un rato las aguas para que luego, serenado el ánimo, sigamos todos, funcionarios perezosos incluidos, con los pies metidos en el mismo lodazal. ¿Sirve de algo? ¿Es posible opinar públicamente sabiendo que, sin duda, destrenzarán tus argumentos para tejer trajes nuevos a medida de cada lector?

Pido otras dos cañas mientras busco una respuesta adecuada. Quizá sirva, estoy a punto de decir al fin, para comprender dónde estás. Entre quiénes te la juegas. Para irte luego a un libro que hable de nosotros con banderas, con turbantes, con cota de malla, con abarcas y venablo, y comprender, bajo el contraste del paisanaje, lo que fuimos, lo que somos y lo que nunca pudimos ser. Creo que en conciencia debo responder eso, pero Manolo aguarda con expresión noble, confiada, y comprendo que es mejor no ir por ahí. «Para no sentirse del todo cómplice», improviso. «Y eso ya es algo.» Entonces Manolo mira el escote de Lola y sonríe a medias, pensativo, mientras moja los labios en la espuma de cerveza.


...................................................................................."Manolo y la jauría", Arturo Pérez- Reverte.


PD: Entenderán todos por qué publico este artículo, amigos.

viernes, 7 de mayo de 2010

Los amos de Atenas (cap. 4)

Las ciudades son como las mujeres de las que uno se enamora. De hecho, no hay mejor amante que una ciudad. Siempre está ahí cuando vuelves, siempre es hermosa cuando te enamoras de ella, siempre tiene algo nuevo que ofrecerte, un rincón secreto que antes no habías visto, una intimidad nueva que te descubre, un lunar más en un recóndito hueco de su cuerpo. Y encima, no son celosas. Permiten que te enamores de varias a la vez, que compartas tu pasión entre muchas, e incluso se enorgullecen y llevan a cabo comparaciones que llevan a gala como mérito –fíjate, que está enamorado de París y de mi, ¿sabes?- y no como deshonra. Al igual que nosotros, sus torpes galanes, la enseñamos y exhibimos con orgullo y pasión a amigos y enemigos y consideramos cada nueva conquista que ella hace la ratificación de nuestros sentimientos.
Pero las ciudades no nos pertenecen a nosotros, sus tristes amantes. Sí al revés, ya que se hacen dueñas de nosotros, pero por mucho que nos empeñemos en coronarnos a nosotros mismos como sus conquistadores, nunca llegamos a poseerlas del todo. Podremos hacerle muchas veces el amor a una ciudad, pero les aseguro que serán otros con los que sueñen. Son otros sus dueños. No aquellos que se limitan a pisarla a diario ni han edificado su vida sobre ella. No. Sus dueños son aquellos que han hundido sus raíces en su suelo, y beben la misma savia de la que se nutren sus símbolos y estandartes. Aquellos que la aman, sí, pero no se quedan ahí. Convierte cada paso y cada acto en un gesto de cariño para con su dama. Si descansan en un parque respiran de ella, si se cobijan en la sombra se resguardan en ella, si la pasean la acarician, y si suspiran alimentan su alma. Son los verdaderos amados de la ciudad, de forma que esta se repliega sobre esos que, ojo avizor, descubres que cada metro y cada piedra de ella existe aún por y para ellos. El resto de sus habitantes lo saben, y está más que asumido. No hay más que ver la impunidad con la que hacen cosas que para otros o en otros lugares resultarían extrañas, sin asombro de nadie.

Por supuesto Atenas tiene sus propios amos. Sus propios guardianes, más allá de las piedras y sus propios dioses que la custodian. Y forman un grupo heterogéneo, aunque reconocible de sobra. La pueblan dispersos por toda la ciudad, desde las ruinas hasta los parques. Son sus perros. Los perros de Atenas.
Fue de las primeras cosas que me impactaron en el metro, pero pensé que sería uno que se habría colado. Pero vi más deambular por pasillos y vagones, sin asombro de nadie. Se tumban en parejas o en tríos en los parques o en las plazas, ocupando la sobra de los bancos en los que otras ciudades conquistarían las personas. Pasean tranquilos por cualquier calle, cruzan los semáforos y desaparecen por la noche. En esa extraña noche ateniense en que los kioskos de prensa se transforman en expositores de pornografía, los más desafortunados copan los soportales de los edificios intentando coger el sueño y los perros entran libremente en los bares y pubs, dónde más tarde los vimos mientras nos tomábamos una cerveza.

Ese primer día en Atenas me estuve fijando en ellos en cada punto de la ciudad que visitamos. Estuviésemos donde estuviésemos, mirase donde mirase, siempre estaban ahí. No era una presencia invasiva ni incómoda, todo lo contrario. Los animales estaban siempre relajados, contemplativos ante la ciudad y los turistas que veníamos a conocerlas, ajenos a que ante los que de verdad debíamos mostrar respeto eran esos simpáticos y tranquilos seres peludos de cuatro patas. En la decepcionante Atenas, que en justicia tanto tendría que ofrecer y en la realidad tampoco luce, tanto en sus normourbanizadas calles como en las escasas perlas –eso sí, perlísimas- que nos encontrábamos por el camino, ellos siempre presiden el espacio.
Recuerdo que el primer encuentro con algo destacable de la ciudad fue en el gran espacio que alberga el clásico edificio de la Universidad -en cuya puerta un simpático caballero, doble de Rafael Alberti, se puso a charlar encantado con nosotros sobre España y explicándonos la historia del edificio y la universidad mientras un chófer lo esperaba bajo las escaleras frente a un enorme coche negro-, junto a la gran Biblioteca Nacional y la Academia. La biblioteca es realmente impresionante por dentro, abrumadora por tantos y tantos volúmenes antiquísimos observando impávidos desde sus altísimos estantes, con una sola sala central en la que los escasos y afortunados investigadores y estudiosos podían pasar las páginas de estos libros de lomos ajados y coloridos.
Cuando salimos, se puso a llover de repente y sin previo aviso, cogiéndonos en bragas a los seis sin ningún tipo de protección para el agua. Así que fuimos de soportal en soportal hasta la plaza Sintagma para ver el cambio de guardia. Cuando llegamos aún no había escampado, así que fuimos a cobijarnos bajo uno de los naranjos que adornan la entrada a las grandes escaleras del Parlamento. El árbol más grande y más cercano a las casetas de los guardias estaba ocupado, como no, por un perro a salvo de la lluvia. Tras ver el cambio de guardia de los poco amenazadores guardianes con faldita y pompones en los zapatos, y aprovechando que empezaba a escampar, bajamos por los Jardines Nacionales hasta el Arco de Adriano. Ahí fue donde por fin me quedé sin respiración por primera vez en Atenas. A punto de culminar el ocaso y con los últimos rayos de sol rayando el ocre del cielo, sobre las ruinas del arco y en la cima de un inmenso peñasco, se erigieron iluminadas sobre nosotros las columnas del Partenón. Y no pudimos hacer otra cosa los seis que callarnos y quedarnos un rato contemplando embobados esa maravilla antes de que cayera la noche y corriéramos a afrentarnos en el Plaka en busca de los restos de la gran virgen griega envueltos en la nocturnidad de Atenas. Hasta que de repente el cielo que creíamos despejado se encapotó de súbito, y un rayo despuntó sobre las piedras de la Acrópolis y nuestras cabezas. Así aprendimos la lección más importante que puede enseñarte esa ciudad: si hay algo de lo que nunca puedes fiarte en Atenas, es del cielo. Porque de repente, precedida por ese relámpago, descargó sobre nosotros un chaparrón mucho mayor y más fuerte que el anterior, y mientras toda la gente que había reunida a las puertas del Odeón de Herodes Ático corría buscando cobijo y los perros que por allí rondaban se quedaban con los mejores sitios, nosotros nos quedamos de nuevo ahí embobados como capullos viendo los rayos caer sobre el Partenón, empapados bajo un cielo ya negro como el carbón cebreado intermitentemente por la tormenta, hacia el que emergía a nuestra izquierda la torre de Filoppapos, naranja entre una oscuridad impenetrable, y frente nosotros con toda su gloria lo que aún quedaba de la vieja Acrópolis de Atenas.

martes, 4 de mayo de 2010

Hey, tears in tonight

Veía llover en la terraza
cuando el destino traidor,
jugando a las desgracias
y juntando picas con corazón,
decidió que sería divertido
que lloviera dentro de casa.
Y vaya si entonces llovió,
como nunca había llovido,
Eric hablaba de un amor
y de su cegador brillo.

Y a la vez que empezó a sonar
el timbre del maldito móvil
cesó el rugir del temporal.
Burlándose de cuanto soy
siempre actúa la vida:
igual me azota un vendaval
que cambia en días como hoy
y me regala una sonrisa.
Gustosamente atrapado estoy,
Clapton hablaba de cocaína.

Que es manía común y vieja
subestimar el poder de una voz
hasta que esa voz se aleja.
Siempre te sorprende la ocasión
que de esas, haberlas haylas,
sin humildad para la guerra,
sin armas para el perdón.
Fortuna es una rueda que baila
y al inglés le doy la razón,
"You've got on my knees, Marta".


P.D: En la tercera me cargo el ritmo de manera intencionada, no creáis.

"Lo bonito de la vida es que hay más calcetines que pies, más aparcamientos que coches y más culos que pollas"

domingo, 2 de mayo de 2010

Imperivm

Cuando se estudia en los libros de historia la caída de vastos imperios uno a veces se pregunta cómo fue posible, cómo pudo caer un próspero imperio que parecía invencible, cómo pudo corromperse una máquina perfecta y aparentemente indestructible hasta el punto de derrumbarse con un estruendo vergonzante. Sucede, al cabo, a pesar de tanta pregunta.
El Imperio Romano, dicen, cayó en parte por el continuo y angustioso acoso de los bárbaros. Dicen, que aquel imperio español en el que no se ponía el sol cayó por la incompetencia de unos monarcas de postal y por el costoso acomodo al que el oro indio les hizo acostumbrarse. El imperio de Napoleón cayó por el frío, dicen.
Pero el caso que nos ocupa es algo más humano. Más que la codicia y la incompetencia, más que el afán de gloria y poder, más que el egoísmo y la prepotencia. El glorioso imperio del que hablo cayó por algo tan genuino de nuestra especie como el hartazgo.
Cronológicamente, nos ubicamos pocos años antes de que en Belén naciera Jesusito (que nació pobre, pero gordito, con pelos y corona). Algo hacia el suroeste de allí, entre dunas y fértiles valles bañados por el río Nilo, los egipcios se afanaban por hacer pentaedros a los que ellos llamaban en su lengua nativa "pirámides". Y bien que les iba, a pesar del incipiente poder de un Imperio Romano que pretendía fagocitar todo el mundo conocido y hasta el mismo Olimpo si se dejaba. Más o menos, eran tiempos de bonanza y prosperidad.
Y en esas estaban cuando murió Cleopatra VII, la que a la postre fue la última faraona (antes de Dolores). Era costumbre muy extendida por allí lo de meter a los faraones en vendas, las vendas en tumbas y las tumbas en criptas gigantescas de base cuadrada y caras triangulares (¡equilateras!). Por ello, aquel ministro tan abnegado y experimentado en envolver monarcas (tenía un título oficial) pasó toda la mañana dándole vueltas a aquel grueso (grosísimo) rollo de apósito estéril, con la ayuda de uno de sus sirvientes.
Era una tarea de paciencia y tesón. Vueltas. Pasaron horas momificando hasta el último rincón del cuerpo de aquella mujer que otrora tuvo orden y mando sobre miles de personas y hoy se veía frágil e indefensa. Y más vueltas. Era su cometido que el vendaje quedara perfecto y prieto. Vueltas y más vueltas.
Pero, claro, estando ya harto y mareado de rotar sobre el cuerpo de Cleopatra VII aquel rollo, se dio cuenta de que ya no era tan grueso. De hecho ya apenas quedaban unos centímetros por desenrollar. Se sintió aliviado, por fin. Aliviado, hasta que terminó de deshacer el rulo de vendas. Vio, destino cruel, que la etiqueta quedaba por fuera y que había puesto todas las vendas del revés.
"¡Y una mierda!", exclamó furioso. "Anda, recoge que nos vamos", le dijo a su sirviente, "y di a todos que se acabó la broma de los faraones y las faraonas".


P.D: Y hacía mucho que no me salía un texto gilipollesco de estos.

"Los egipcios, Hitler, los musulmanes... si todos estaban de acuerdo es que hay algo malo en los judíos"